Todo relato tiene su «Érase una vez...». También la amarga historia de las preferentes en España que, sin embargo, tuvo un comienzo feliz. Comenzaba el siglo XXI y estos instrumentos híbridos se comercializaban con absoluta normalidad. Principalmente entre inversores mayoristas, sí, aunque también entre algunos minoristas. Los años venideros se prometían próspero, especialmente en nuestro país, donde el crédito fluía con abundancia hacia un lucrativo negocio inmobiliario. Eran los tiempos en que los la riqueza de los hoy sufridos hogares se multiplicaba cada año y en los que invertir en un raquítico depósito era de bobos. En los que el precio de los pisos nunca bajaba y la banca nunca perdía.
Las primeras emisiones de preferentes datan del año 1988, aunque fue a partir de 2003 cuando comenzó el «boom». Todas las entidades, bancos y cajas, emitieron este tipo de deuda, pero especialmente las segundas. Estas entidades de ahorro estaban acomentiendo un fortísimo proceso de expansión, que les llevó a conquistar el 50% de la cuota de mercado española, y necesitaban capital para sostenerla. Su particular estructura jusrídica, sin acciones, no les permitía acudir a los mercados y destinar los beneficios generados a aumentar este colchón no resultaba del todo atractivo para los gestores.Las preferentes se presentaban como la opción perfecta.
Estos instrumentos tienen una estructura similar a la deuda subordinada, pero a efectos contables computaban como capital, aunque, eso sí, sin otorgar derechos políticos a sus titulares. En otras palabras, las preferentes engordaban el llamado «Tier 1», referencia entonces del mercado para medir la fortaleza de una entidad. Los primeros test de estrés del año 2010, de hecho, se centraron en analizar la resistencia de este ratio.
De cara a unos clientes ávidos de rentabilidades jugosas, estos instrumentos también se planteaban como una buena alternativa. El cobro de los intereses sólo se condicionaba a que la entidad diese beneficios. Lo contrario era impensable en los años de bonanza. Además, las preferentes cotizaban en un mercado líquido y generalmente ofrecían una rentabilidad fija el primer año y variable después, referenciada al Euribor. Mientras el índice de referencia rondaba el 1,8%, las preferentes se pagaban en torno al 3,25% anual los primeros doce meses. Era un producto de riesgo, sí, pero no más que comprar algunas acciones en Bolsa.
La existencia del citado mercado y su correcto funcionamiento era clave, pues una de las peculiaridades de las preferentes es que son instrumentos perpetuos, es decir, sin vencimiento. No obstante, además de poder venderse en este mercado, las emisiones tenían una ventana de amortización a los cinco años que generalmente las entidades ejercían. Desde el año 2005, en el sector financiero se sabía que la nueva regulación en ciernes, Basilea, no iba a permitir a largo plazo que estos instrumentos computaran como capital, por lo que ninguna entidad tenía intención de mantenerlos en sus balance de forma perpetua. Era, básicamente, una palanca en la que apoyar su expansión y aliviaba sus restricciones de recapitalización.
Fin de la fiesta
Pero la euforia financiera dio paso a la inevitable caída y cuando se acercaba el final de la década, la economía empezó a renquear. A finales de 2008, la quiebra del gigante Lehman Brothers por la crisis «subprime» puso en jaque a la banca mundial, provocando una sequía sin precedentes en las fuentes de financiación mayorista. Entrado el año 2010, la banca aún seguía sin poder tomar oxígeno en los mercados y el negocio se resentía. Y, por primera vez en mucho tiempo, también los beneficios. Con los inversores institucionales en retirada, las entidades volvieron la cara al siempre socorrido cliente minorista de forma más intensa que lo había hecho hasta entonces.
La carrera por reforzar los ratios de capital se había vuelto frenética y los tipos de interés ofrecidos por las entidades comenzaron a aumentar como la espuma, llegando en algunos casos al 7%. Los criterios de comercialización saltaron por los aires. Según datos de la CNMV, estos productos financieros sumaron 30.000 millones de euros en mayo de 2011, poco después de que el problema estallara definitivamente. Cuando las entidades empezaron a tener problemas, las preferentes mostraron su peor cara. La que nunca antes habían mostrado. Se convirtieron en algo parecido a una acción que la entidad emisora no está obligada a recomprar. Los clientes se vieron atrapados, sin poder disponer de su dinero y, por su puesto, sin ingresar sus intereses. El problema se agravó definitivamente cuando el mercado secundario se cerró a cal y canto. Nadie quería comprar las preferentes y, en consecuencia, nadie podía venderlas.
Europa da la puntilla
El rescate europeo a la banca fue la puntilla. El proceso de canje por acciones u otro tipo de instrumentos que habían iniciado muchas entidades para calmar a sus clientes saltó por los aires. Las entidades que recibieron ayudas públicas, como Bankia, Novagalicia o CatalunyaCaixa, no podían canjear más sus preferentes y la Comisión Europea impuso que el coste de su reestructuración fuera pagado también por sus acreedores, un término bajo el que se encuentran los productos híbridos.
El memorando de entendimiento (MoU) estableció entonces que las entidades con ayudas públicas pudieran recomprarlas, sin embargo impuso fuertes quitas. Del 38% de media en Bankia, del 43% en NovaGalicia Banco, del 61% en CatalunyaCaixa y del 90% en Banco Valencia. Y después obligó a que fueran canjeadas por acciones, lo que supuso un recorte adicional. En el caso de Bankia, los títulos que recibieron estos inversores cotizaban en Bolsa, por lo que, aunque con pérdidas, podían venderse. El caso de las antiguas cajas gallega y catalana fue peor. Al no cotizar, debían asumir otra quita adicional a cambio de que el Fondo de Garantía de Depósitos les diera liquidez.
A día de hoy, las esperanzas están centradas en el arbitraje. Esta vía de escape, inicialmente puesta en marcha por NCG, fue impulsada por el Gobierno para evitar el colapso judicial y devolver de una manera rápida el 100% de la inversión a aquellos clientes que fueron estafados, principalmente por falta de información. Hasta el momento, las cifras son alentadoras. En la caja gallega, todos los laudos emitidos por los árbitros del Instituto Galego de Consumo han sido favorables para los clientes, que recuperan el 100% del nominal invertido más los intereses correspondientes a un depósito.
En Bankia, hasta el 7 junio se habían recibido 110.000 solicitudes (sobre un potencial de 300.000) y se han dictado 72 laudos, todos ellos beneficiosos para los clientes. Es decir, en menos de mes y medio, los ahorradores están empezando a recuperar su inversión.
Podría ser el prólogo para que el final de este relato también sea feliz.
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